domingo, 20 de enero de 2013
A Pancho, mi muñeco, José Ángel Valente
Perdona, viejo Pancho, el no ser por mi culpa
más que esto que eres,
el muñeco de un hombre.
Jamás podrás decir cómo te he obligado
a hacerme compañía:
sea nuestro secreto.
Yo te he liberado de una muerte temprana
(perdóname de nuevo)
entre la ingenua flor de la juguetería.
Te he librado por pena,
acaso por terror,
acaso por creer
(comprendo que no es cierto)
que me pertenecías.
Viejo Pancho de trapo,
de dulce trapo verde,
escribo este poema
copiándote de cerca,
del natural. ¡A ti!
A ti: quién lo diría.
Qué pocos lo dirían
que no te conociesen.
Y esto eres ahora,
el muñeco de un hombre.
Ya sé yo que aquel día
jamás te hubiese visto
a no ser por tus labios,
por tus inmensos labios
y tu enorme nariz
y tus zapatos, Pancho.
Porque tú, Pancho mío, no estabas esperándome.
Esperabas los ojos asombrados de un niño,
el paquete cerrado con lazos cuidadosos,
el grito de alegría.
¿Pero acaso -contesta-
no me has hecho mirarte
con los ojos remotos de otro niño olvidado?
Tú callas.
Sí, no ignoro
que no puedo engañarte.
Aquel niño no existe.
Acompañas a un hombre
que te obliga a durar
entre papel y días
y libros y sus sueños.
Qué historia, viejo Pancho,
durar a duras penas
de un lunes a otro lunes,
de un otoño a otro otoño,
mudar la risa en llanto,
el llanto en vida nueva,
los días en más días.
Te digo que estoy vivo,
en suma. Ya me entiendes.
Tú tienes tu casaca
con un remiendo sólo,
tu cuello almidonado
con su lazo impasible,
el gorro siempre puesto
(no te descubras nunca)
la negra piel de trapo
y los brazos abiertos
casi crucificados.
Porque también a ti
te hicieron (¡tan grotesco!)
hermoso Pancho mío, a nuestra imagen.
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