I
Esperando tu llegada
mañana, me descubro pensando que Te amo: luego aparece la idea: me
gustaría escribir un poema expresando exactamente lo que quiero decir
cuando pienso estas palabras.
II
A cualquier poema
escrito por otra persona lo primero que le pido es que sea bueno —quien
lo haya escrito es de importancia secundaria; a cualquier poema escrito
por mí, lo primero que le exijo es que sea genuino, reconocible, al
igual que mi propia caligrafía, como un poema escrito, para bien o para
mal, por mí. (Cuando se trata de sus propios poemas, las preferencias
del poeta y las de sus lectores a menudo se enciman pero pocas veces
coinciden.)
III
Pero este poema que
ahora me gustaría escribir no tan sólo debería ser bueno y genuino: si
quiero que me satisfaga, también debe ser verdadero. Leí un poema de
alguien en el que lacrimosamente se despide de su ser amado: el poema es
bueno (me conmueve al igual que otros buenos poemas) y es genuino
—reconozco la “caligrafía” del poeta. Después me entero por una
biografía que, por la época en que lo escribió, el poeta estaba harto de
la mujer pero fingió llorar para no herir sentimientos y evitar una
escena. ¿Afecta esta información mi opinión sobre el poema? En lo más
mínimo: nunca conocí personalmente al poeta y su vida privada no es de
mi incumbencia. ¿Habría afectado mi opinión el que yo mismo hubiera
escrito ese poema? Así lo espero.
IV
No sería suficiente que
yo creyera que lo que yo había escrito era verdadero: para satisfacerme,
la verdad de este poema tiene que ser evidente por sí misma. Tendría
que estar escrito, por ejemplo, de tal forma que ningún lector pudiera
leer “Te amo” por Te amo.
V
Si yo fuera un
compositor, creo que podría producir una pieza musical que expresara a
un oyente lo que quiero decir cuando pienso la palabra amor, pero me
sería imposible componerla de tal modo que ese oyente supiera que este
amor lo sentía por Ti (no por Dios, o mi madre, o el sistema decimal).
El lenguaje de la música es, digamos, intransitivo, y esta misma
intransitividad es precisamente la que priva de sentido a un oyente que
pregunta: “¿De veras cree el compositor lo que dice, o sólo está
fingiendo?”.
VI
Si yo fuera un pintor,
creo que podría producir un retrato que expresara a un espectador lo que
quiero decir cuando pienso la palabra Tú (alguien con hermosura,
adorable, etcétera), pero me sería imposible pintarlo de tal forma que
ese espectador supiera que Yo te amaba. El lenguaje de la pintura
carece, digamos, de la Voz Activa, y es precisamente esta misma
objetividad lo que priva de sentido a un espectador que pregunta:
“¿Realmente es éste un retrato de N (no de un joven, un juez o una
locomotora disfrazada)?”.
VII
El “simbolista” pretende hacer una poesía
intransitiva como la música, que no puede ir más allá de la reflexión
narcisista: “Me amo a mí mismo”; la pretensión de hacer una poesía tan
objetiva como una pintura, no puede llevar más que a una simple
comparación. “A es como B”, “C es como D”, “E es como F”… Ningún poema
“imagista” puede ser muy largo.
VIII
Como lenguaje artístico,
el Discurso tiene muchas ventajas: tres personas, tres tiempos —la
Música y la Pintura sólo cuentan con el tiempo presente—, la voz activa y
la voz pasiva; pero tiene un serio defecto: carece de la Atmósfera del
Indicativo. Todas sus aseveraciones están en el subjuntivo y son
posiblemente verdaderas sólo hasta que se verifican (lo que no siempre
es posible) por evidencias no-verbales.
IX
Primero escribo Nací en
York; después, Nací en Nueva York: para descubrir cuál frase es cierta y
cuál es falsa no sirve de nada estudiar mi caligrafía.
X
Puedo imaginar un
falsificador lo suficientemente hábil como para imitar con tal exactitud
la firma de otra persona que hasta un experto juraría ante una corte
que era genuina, pero no puedo imaginar a un falsificador lo
suficientemente hábil que pudiera imitar su propia firma con la
imprecisión necesaria para hacer que un experto jurara que es una
falsificación. (¿O será que sencillamente no me puedo imaginar las
circunstancias en las que alguien deseara hacer una cosa semejante?)
XI
En los viejos tiempos,
normalmente un poeta escribía en tercera persona, y su tema acostumbrado
eran las hazañas de otros. El uso de la primera persona lo reservaba
para invocar a la Musa o para recordarle a su Príncipe que era día de
paga; incluso entonces, no hablaba como él mismo, sino instalado en su
capacidad profesional como bardo.
XII
En la medida en que un
poeta hable de las hazañas de otros, su poema puede ser malo pero no
puede ser falso, incluso si las hazañas son legendarias y no hechos
históricos. Cuando en los viejos tiempos un poeta decía cómo un
jovenzuelo de cincuenta kilos retaba a un combate a muerte a un dragón
de veinte toneladas, o cómo un malvado robaba el caballo del Obispo, se
metía con la mujer del Gran Visir y escapaba de la cárcel disfrazado de
lavandera, nunca se le ocurrió pensar a alguien en su público: “Bueno,
sus versos pueden estar muy bien o ser divertidos, ¿pero el guerrero era
tan valiente o el villano tan astuto como él dice?”: las hazañas que
describía le daban sentido común a su secuencia silábica.
XIII
En la medida en que
hable de las hazañas de otros, un poeta no tiene dificultad en decidir
qué estilo de discurso adoptar: una hazaña heroica requiere de un estilo
“elevado”, un hazaña de astucia cómica de un estilo “bajo”,
etcétera. Pero supongamos que Homero no hubiera existido, de tal forma
que Héctor y Aquiles se hubieran visto obligados a escribir La Ilíada en
primera persona. Si lo que ellos hubieran escrito fuera en todos los
otros aspectos el poema que conocemos, ¿no deberíamos pensar: “Los
héroes genuinos no hablan de sus hazañas con esta grandeza. Estos tipos
deben de estar mintiendo?”. Pero si no es propio de un héroe hablar de
sus propias hazañas en un tono muy elevado, ¿en qué estilo ese héroe
podría hablar de ellos apropiadamente? ¿En un estilo cómico? ¿No
sospecharíamos entonces una falsa modestia de su parte?
XIV
El poeta dramático hace
hablar a sus personajes en primera persona y, muy a menudo, en un tono
elevado. ¿Por qué esto no nos incomoda? (¿O sí?) ¿Es porque sabemos que
el dramaturgo que escribió sus parlamentos no estaba hablando sobre sí
mismo, y que los actores que los repiten sólo están actuando? ¿Pueden
las comillas volver aceptable lo que sin ellas resultaría incómodo?
XV
Resulta fácil para un
poeta hablar sinceramente de guerreros valerosos y canallas astutos
porque el coraje y la astucia poseen sus propios obras por medio de las
cuales manifiestan su carácter. ¿Pero cómo va a hablar ese poeta
sinceramente de amantes? El amor no cuenta con una hazaña que le sea
propia: tiene que pedir prestado un acto de gentileza que, en sí mismo,
no es una hazaña sino una forma de conducta —es decir, no es una obra
humana. Uno puede, si así lo desea, llamarlo obra de Afrodita o de la
Frau Minne o de la Bella Dama.
XVI
Una hazaña atribuida a
Hércules era el de haber “hecho el amor” con cincuenta vírgenes en el
curso de una sola noche: en estas condiciones se podría decir que
Hércules era un favorito de Afrodita, pero no se le llamaría un amante.
XVII
¿Quién es Tristán? ¿Quién don Giovanni? Ningún fisgón podría decirlo.
XVIII
Resulta fácil para un
poeta alabar las benevolentes obras de Afrodita (llenando su canción de
encantadores retratos como el del ritual de la corte del Gran Colimbo
Crestado o el de la curiosa conducta del molusco macho, y después todas
las alegres ninfas y corderos amándose locamente mientras se levantan y
caen imperios), siempre y cuando ese poeta piense que ella rige las
vidas de las criaturas (e incluso de los seres humanos) en general.
¿Pero cuál es el papel de Afrodita cuando se trata de un amor entre dos
personas con nombres y que hablan en primera y segunda persona? Cuando
yo te digo Te amo, admito, naturalmente, que le debo a Afrodita la
posibilidad general de amar, pero el que Yo te deba amar a ti es, lo
exijo, mi decisión —o Tú mandato— no la de ella. O eso, al menos,
seguiré exigiéndolo cada vez que me encuentre felizmente enamorado:
cuando me encuentre infelizmente enamorado (la razón, la conciencia, mis
amigos me advierten que mi amor amenaza a mi salud, mis bolsillos y mi
salvación espiritual; sin embargo yo insisto en la unión), entonces bien
puedo responsabilizar a Afrodita y considerarme su víctima indefensa.
Así, cuando un poeta desea hablar del papel de Afrodita en una relación
personal, la ve por lo común como una diosa malvada: no es de felices
matrimonios de lo que habla, sino de amores trágicos y mutuamente
destructivos.
XIX
El amante infeliz que se
suicida no se mata por amor sino a pesar del amor: para demostrarle a
Afrodita que todavía es un hombre libre, capaz de una acción humana, no
su esclavo, reducido a una simple conducta.
XX
Sin el amor personal el impulso afectivo
no puede ser una hazaña, sino un acontecimiento social. Un poeta al que
comisionan para escribir un epitalamio, debe saber los nombres y el
estatus social de la novia y del desposado antes de poder decidir el
estilo de la dicción y la imaginería apropiada a la circunstancia. (¿Es
para una boda de nobles o de campesinos?) Pero el poeta jamás
preguntará: “¿Están enamorados los novios?” —porque eso es irrelevante
para un acontecimiento social. Podrán llegarle rumores de que el
príncipe y la princesa no se soportan pero que se tienen que casar por
motivos dinásticos, o que la unión de Juan y Juana es realmente la unión
de dos cerdos de la piara, pero tal chismerío no influirá en lo que él
escriba. Es por esto que se puede encargar un epitalamio.
XXI
El poeta nos habla de
hazañas heroicas emprendidas por amor: el amante va hasta el fin del
mundo para traer el Agua de la Vida, mata a ogros y dragones, escala una
montaña de cristal, etcétera, y su recompensa final son la mano y el
corazón de la mujer a la que ama (que por lo general es una princesa).
Pero todo esto sucede en el reino de lo social, no en el terreno
personal. Viene muy a tono que los padres de la muchacha (o la opinión
pública) digan: “Tales y cuales virtudes son esenciales en un yerno (o
en un rey)”, e insistan en que cada aspirante que se someta a cualquier
prueba, ya sea escalar una montaña de cristal o traducir un pasaje
oscuro de Tucídides, demostrará si posee tal cualidad o no: y el
aspirante que pase la prueba exitosamente tiene el derecho de
reclamarles el consentimiento de la boda. Pero es inconcebible cualquier
prueba que haga decir a la muchacha: “No podría amar a cualquier
aspirante que fallara, pero amaré a aquel, quien quiera que sea, que la
pase”; tampoco es concebible alguna hazaña que le dé al aspirante el
derecho de demandar el amor de su amada.
Supongamos, también, que ella dude de la calidad afectiva del héroe (¿él sólo va detrás de su cuerpo o de su dinero?), entonces ninguna hazaña de él, por heroica que sea, puede sacarla de la duda; en relación con ella personalmente, todo lo que eso puede demostrar es que el objetivo del héroe, noble o ruin, es lo suficientemente fuerte para someterlo a la Prueba.
Supongamos, también, que ella dude de la calidad afectiva del héroe (¿él sólo va detrás de su cuerpo o de su dinero?), entonces ninguna hazaña de él, por heroica que sea, puede sacarla de la duda; en relación con ella personalmente, todo lo que eso puede demostrar es que el objetivo del héroe, noble o ruin, es lo suficientemente fuerte para someterlo a la Prueba.
XXII
Darle un regalo a
alguien es un acto de generosidad, y el poeta épico invierte casi tanto
tiempo en describir los obsequios que sus héroes intercambian y las
fiestas que ofrecen, como el que gastan describiendo las acciones en una
batalla, porque se espera que el héroe épico sea tan generoso como
valiente. El grado de generosidad lo certifica el valor en el mercado
del regalo. El poeta sólo tiene que decirnos el tamaño de los rubíes y
de las esmeraldas incrustadas en la funda de la espada o el número de
ovejas y de bueyes que se consumieron en la fiesta. ¿Pero cómo tendrá
que hablar un poeta convincentemente de regalos hechos por amor (“te
daré las llaves del Cielo”, etcétera)? El valor mercantil de un regalo
personal es irrelevante. El amante trata de escoger, por lo que sabe de
los gustos de la persona amada, lo que él cree que a ella más le
gustaría recibir en ese momento (y recibirlo de él): podría ser un
cadillac, pero igual podría ser una postal cómica. Si él es un seductor
en ciernes, con ganas de comprar, o ella una puta en ciernes, con ganas
de vender, entonces, por supuesto, el valor mercantil es sumamente
relevante. (No de modo invariable: su presunta víctima puede ser una
muchacha muy rica cuyo único interés fuera el de coleccionar postales
cómicas.)
XXIII
El regalo anónimo es una
obra de caridad, sólo que nosotros estamos hablando de eros, no de
ágape. Es tan esencial al amor erótico el deseo de exponerse a sí mismo
ante la otra persona, como es esencial a la caridad el deseo de no
exhibirse ante nadie. En ciertas circunstancias, el amante puede
intentar ocultar su amor —porque está jorobado, porque la muchacha es su
propia hermana, etcétera— pero no es en su condición de amante como
trata de esconderlo; y si en ese caso él le enviara regalos anónimos,
¿no delataría esto una esperanza, consciente o inconsciente, de
despertar su curiosidad hasta el punto en que ella diera los pasos
necesarios para descubrir la identidad del remitente?
XXIV
Mientras su romance con
Crésida iba bien, Troilo se volvió un guerrero más feroz que antes
—“Exceptuando a Héctor, era el hombre más arrojado de todos”—, pero, al
mismo tiempo, el cazador más caballeroso —“Dejaba escapar a las bestias
pequeñas”. Y es verdad que a veces decimos de algún conocido que está
enamorado: “Esta vez tiene que ser cierto. Antes solía ser muy déspota
con todos, pero ahora, desde que encontró a N, nunca suelta expresiones
descorteses”. Pero es imposible imaginar a un amante diciendo: “Debe ser
cierto que amo a N porque ahora soy mucho más amable que antes de que
nos conociéramos”. (Quizá sólo sea posible imaginarlo diciendo: “Creo
que realmente N me ama porque me ha vuelto mucho más tratable”.)
XXV
En cualquier caso, este
poema que me gustaría escribir no tiene nada que ver con la proposición
“Él la ama” (en donde Él y Ella podrían ser personas ficticias cuyos
caracteres e historia el poeta es libre de idealizar a su gusto), sino
con mi proposición Te amo —en donde Yo y Tú son personas cuya existencia
e historias podrían ser verificadas por un detective privado.
XXVI
Es una convención
gramatical de la lengua inglesa que el hablante se instale a sí mismo en
el “Yo”, e instale en el “Tú” a la persona a quien se está dirigiendo;
pero hay muchas situaciones en las cuales una situación distinta
serviría igual de bien. Podría ser la regla, por ejemplo, que, al
conversar cortésmente con extraños o al dirigirse a los servidores
públicos, uno usara la tercera persona: “Al señor Smith le gustan los
gatos, ¿también a la señora Jones?”; “¿Podría decirle el honorable
conductor al humilde pasajero cuándo sale este tren?”: Hay muchas
situaciones, digamos, en donde el uso de los pronombres “Yo” y “Tú” no
va acompañado por el sentimiento-del-Yo o por el sentimiento-del-Tú.
XXVII
El sentimiento-del-Yo:
un sentimiento de-responsabilidad-por. (No puede acompañar a un verbo en
la voz pasiva.) Me desperté en la mañana con un violento dolor de
cabeza y grité: ¡Ouch! Este grito es involuntario y está al margen del
sentimiento-del-Yo. Entonces pienso: “Estoy crudo”; cierto
sentimiento-del-Yo acompaña a esta idea —es mío el acto de localizar e
identificar el dolor de cabeza— pero tal sentimiento es muy ligero.
Luego pienso: “Bebí demasiado anoche”. En este caso el
sentimiento-del-Yo es mucho más fuerte: Debí tomar menos. Un dolor de
cabeza se ha convertido en mi cruda, un incidente en mi historia
personal. (No puedo identificar mi cruda señalándome la cabeza y
gimiendo; lo que vuelve mía la cruda es mi acción pasada y no puedo
señalarme a mí mismo el día de ayer.)
XXVIII
El sentimiento-del-Tú:
un sentimiento de atribuir-responsabilidad-a. Si, cuando pienso en Tu
hermosura, a este pensamiento lo acompaña el sentimiento-del-Tú, me
refiero a que te hago responsable, cuando menos en parte, de tu
apariencia física; y ésta no se debe simplemente a una afortunada
combinación genética.
XXIX
Algo común a los dos
sentimientos, del-Yo y del-Tú: un sentimiento de
estar-en-la-mitad-de-una-historia. Yo no puedo pensar Te amo sin incluir
los pensamientos Ya te he amado (así sólo sea por un momento) y Te
seguiré amando (así sea sólo por un momento). Si, por tanto, mi
intención —como me gustaría que lo fuera en este poema— es expresar lo
que quiero decir cuando pienso esto, entonces me vuelvo un historiador,
enfrentado con los problemas de un historiador. De los documentos a mi
disposición (memorias de mí mismo, de Ti, de lo que he oído sobre el
tema del amor), es probable que algunos hayan sido trastocados, que
algunos otros sean incluso completas falsificaciones; ahí donde carezco
de documentos, no puedo decir si tal carencia se debe a que nunca
existieron o si se han extraviado o si están escondidos, y, si es así,
de ser recobrables no marcarían ninguna diferencia para mi cuadro
histórico. Incluso aunque me fuera dada la memoria total, seguiría
enfrentándome con la tarea de interpretarlos y de tasar su relativa
importancia.
XXX
Los autobiógrafos son
como otros historiadores: algunos son liberales, otros conservadores,
algunos son Geistesgeschichtswissenschaftler,2 algunos son
folletinistas, etcétera. (Me gustaría creer que yo pienso Te amo más
como Tocqueville lo habría hecho y menos como De Maistre.)
XXXI
El problema más difícil
en el conocimiento personal, ya sea de uno mismo o de otros, es el
problema de intuir cuándo hay que pensar como historiador y cuándo como
antropólogo. (Es relativamente fácil intuir cuándo uno debería pensar
como médico.)
XXXII
¿Quién soy yo? (Was ist
denn eigentlich mit mir geschehen?)3 Muchas respuestas son plausibles,
pero una definitiva sólo puede haberla en la misma medida en que pudiera
existir una historia definitiva de la Guerra de Treinta Años.
XXXIII
Ay, que mi respuesta a
la pregunta ¿Quién eres Tú? y tu respuesta a la pregunta ¿Quién soy Yo?
sean las mismas, es tan imposible como que cualquiera de ellas resultara
exacta y completamente cierta. Pero si no son las mismas, y ninguna
resulta muy cierta, entonces la afirmación Te amo no puede ser muy
cierta tampoco.
XXXIV
“Te amo; Je t’aime; Ich
liebe dich; Io t’amo… no hay lengua en la tierra dentro de la cual esta
frase no pueda ser traducida exactamente bajo la condición de que, por
lo que se quiere decir con ella, el habla no es necesaria: en lugar de
abrir la boca, el que habla muy bien podría señalarse con un dedo en
primer término, luego señalar al “Tú” y enseguida dibujar un gesto que
imite el acto de “hacer el amor”. Bajo estas condiciones la frase se
encuentra al margen de ambos sentimientos: el-Yo y el-Tú: “Yo” significa
“este” miembro de la raza humana (no mi compañero de trago ni el
cantinero), “Tú” significa “ese” miembro de la raza humana (no el
inválido que está a tu izquierda, el niño de tu derecha o la vieja
arrugada que está detrás de ti), y “amor” significa de “cuál” necesidad
física soy la víctima pasiva en este momento (y no estoy pidiendo que me
indiquen el camino hacia un buen restaurante o hacia el WC más
cercano).
XXXV
Si fuéramos unos
completos desconocidos (de modo que por ambas partes quedara excluida la
posibilidad del sentimiento-del-Tú) y, abordándote en la calle, yo
dijera Te amo, tú no sólo entenderías exactamente lo que estaba diciendo
sino que tampoco dudarías que eso quise decir; nunca pensarías: “¿Este
hombre se está engañando a sí mismo o me está mintiendo?” (Por supuesto,
tal vez caerías en un error: Yo podría estarte abordando para ganar una
apuesta o para provocar un ataque de celos en alguien más.)
Pero no somos desconocidos y no es eso lo que quiero decir —o no es todo lo que quiero decir. Si de algún modo lo que quiero decir —y cualquier cosa que esto signifique— puede ser expresado, yo no podría transmitirlo igual de bien usando gestos que haciendo lo mismo con palabras (por tal motivo deseo escribir este poema) y, dondequiera que el lenguaje es necesario, la mentira y el autoengaño son igualmente imposibles.
Pero no somos desconocidos y no es eso lo que quiero decir —o no es todo lo que quiero decir. Si de algún modo lo que quiero decir —y cualquier cosa que esto signifique— puede ser expresado, yo no podría transmitirlo igual de bien usando gestos que haciendo lo mismo con palabras (por tal motivo deseo escribir este poema) y, dondequiera que el lenguaje es necesario, la mentira y el autoengaño son igualmente imposibles.
XXXVI
Puedo fingir ante otros
que no tengo hambre cuando la tengo (si me siento avergonzado de admitir
que me resulta incosteable una comida decente) o que tengo hambre
cuando no la tengo (ya que heriría los sentimientos de mi anfitriona si
no como). Pero, ¿tengo hambre o no? ¿Qué tanta hambre? Es difícil
concebir que tengan lugar la incertidumbre y el autoengaño en lo que se
refiere a la respuesta verdadera.
XXXVII
Tengo hambre; Tengo
mucha hambre; Me estoy muriendo de hambre: es claro que estoy hablando
de tres grados del mismo apetito. Te amo un poco; Te amo muchísimo; Te
amo locamente: ¿Estoy hablando aún de distintos grados? ¿O de distintas
clases de amor?
XXXVIII
¿Te amo de veras? Podría
responder No con la certeza de que estaba diciendo la verdad en la
medida en que tú fueras alguien con tan poco interés para mí que nunca
se me habría ocurrido hacerme a mí mismo la pregunta; pero no hay
ninguna condición que me permitiera responder Sí con certeza. De hecho,
me inclino a creer que, mientras mis sentimientos pudieran aproximarse
cada vez más al sentimiento que haría del Sí la respuesta verdadera, me
volvería más dubitativo. (Suponiendo que me preguntaras: “¿Me amas?”, yo
estaría dispuesto, creo, a contestar Sí, si supiera que esto es una
mentira.)
XXXIX
¿Puedo imaginar que amo
cuando, de hecho, no amo? Desde luego que sí. ¿Puedo imaginar que no
odio cuando, de hecho, estoy odiando? Desde luego que sí. ¿Puedo
imaginar que únicamente odio cuando, de hecho, amo y odio a la vez? Sí,
eso también es posible. Pero ¿podría imaginar que odiaba cuando, de
hecho, no estaba odiando? ¿Bajo qué circunstancias tendría un motivo
para engañarme a mí mismo en relación con esto?
XL
Amor Romántico: No
necesito haberlo experimentado por mi cuenta para dar una descripción
justa y precisa de él, en la medida en que, por siglos, esta noción ha
sido una de las principales obsesiones de la Cultura Occidental. ¿Podría
imaginar su noción contraria: el Odio Romántico? ¿Cuáles serían sus
convenciones? ¿Su vocabulario? ¿Cómo sería una cultura en donde este
concepto fuera una obsesión tan poderosa como el Amor Romántico lo es en
la nuestra? Supongamos que yo lo experimentara, ¿debería tener la
capacidad para reconocer en tal experiencia al Odio Romántico?
XLI
El odio tiende a excluir
de la conciencia cualquier pensamiento que no sea el de la Persona
Odiada; pero el amor tiende a expandir la conciencia; el pensamiento de
la Persona Amada actúa como un imán, que se rodea a sí mismo de otros
pensamientos. ¿Es por esta razón que un poema de amor feliz es rara vez
tan convincente como uno de amor infeliz: porque el amante feliz parece
estarse olvidando con mucha frecuencia de su Persona Amada para pensar
en el universo?
XLII
De los muchos (tantos,
que suman demasiados) poemas de amor que he leído, poemas escritos en
primera persona, los más convincentes se daban siempre en el fa-la-la de
una sensualidad bien naturalizada que no tenía pretensiones de amor
serio, o en los aullidos de dolor porque la persona amada había muerto y
ya estaba imposibilitada para amar, o en los gruñidos desaprobatorios
porque ella amaba a otro o tan sólo se amaba a sí misma; los menos
convincentes eran aquellos en los que el poeta sostenía que era sincero,
pero a la vez no tenía de qué quejarse.
XLIII
En la batalla, un
soldado que se sepa bien a su Homero puede tomar las hazañas de Héctor y
Aquiles (que posiblemente sean ficticias) como un modelo e inspirarse
con eso para pelear con bravura él mismo. Pero el posible amante que
conozca bien su Petrarca no puede inspirarse en eso para amar: si toma
los sentimientos expresados por Petrarca (quien fue ciertamente una
persona real) como un modelo e intenta imitarlos, en ese momento deja de
ser un amante y se vuelve un actor que representa el papel del poeta
Petrarca.
XLIV
Muchos poetas han
intentado describir la experiencia del Amor Romántico distinguiéndolo
del deseo vulgar. (Repentinamente avergonzado, me gustaría decir;
consciente de haber soltado disparates, como un chango parlante o un
mozo de cuadra que aún no se ha bañado, ante una Presencia Soberana, con
la lengua trabada, temblando, temeroso de permanecer ahí pero renuente a
partir porque éste es, entre todos los lugares, el mejor en el que se
puede estar…) ¿Pero no ha tenido uno ya experiencias similares (de un
encuentro radiante) en contextos no-humanos? (En un recuerdo me veo a mí
mismo llegando inesperadamente ante una desdeñosa fundidora de acero en
las montañas de Harz.) ¿Qué es lo que hace la diferencia en el contexto
humano? ¿El vulgar deseo?
XLV
Me gustaría creer que
tiene lugar una evidencia amorosa cuando puedo decir verdaderamente: El
Deseo, incluso en sus rabietas más salvajes, no puede persuadirme de que
eso es amor ni impedirme desear que lo fuera.
XLVI
“Mi amor”, dice el
poeta, “es más maravilloso, más hermoso, más deseable que…” —aquí sigue
una lista de objetos naturales admirables y de artefactos humanos— (más
maravilloso, me gustaría decir, que Swaladele, o la costa noroeste de
Islandia, más hermoso que un tejón, un caballo de mar o una turbina
fabricada por Gilkes & Co. de Kendal, más deseable que pan tostado
en el desayuno o que un chorro sin fin de agua caliente…). ¿Qué entregan
tales comparaciones? No una descripción, ciertamente, con la cual Tú
pudieras distinguirte entre los cientos de posibles rivales que
respondieran a una condición similar.
XLVII
“La persona que adoro
tiene más alma que otras gentes…” (Más divertida, me gustaría decir.)
Para ser preciso, ¿acaso el poeta no debió escribir… “que otras gentes
con las que me he encontrado hasta hace poco”?
XLVIII
“Te amaré siempre”, jura
el poeta. A mí también me parece fácil jurar esto. Te amaré a las 4:15
PM del martes entrante: ¿sigue igual de fácil puesto así?
XLIX
“Te amaré pase lo que
pase, aun cuando…” —luego viene una lista de milagros catastróficos—
(aun cuando, me gustaría decir, todas las piedras de Baalbek se quiebren
en trozos exactos, los cuervos de Repton murmuren funestas profecías en
griego y a su vez el Windrush4 allá abajo deslice imprecaciones en
hebreo, el Tiempo enloquezca y que París y Viena vuelvan a estar
fabulosamente alumbradas con gas…)
¿De veras creo que sea posible que estos acontecimientos ocurran durante el tiempo en que yo viva? Si no es así, ¿qué es lo que acabo de prometer? Te amaré pase lo que pase, aun cuando engordes nueve kilos o te aflija un bigote: ¿me atrevería a prometer eso?
¿De veras creo que sea posible que estos acontecimientos ocurran durante el tiempo en que yo viva? Si no es así, ¿qué es lo que acabo de prometer? Te amaré pase lo que pase, aun cuando engordes nueve kilos o te aflija un bigote: ¿me atrevería a prometer eso?
L
Este poema que yo
pensaba escribir era para expresar exactamente lo que quiero decir
cuando pienso las palabras Te amo, pero no puedo saber con exactitud qué
es lo que quiero decir; su función era lograr una verdad evidente en sí
misma, pero las palabras no se pueden verificar por sí mismas. De modo
que este poema permanecerá sin ser escrito. Eso no importa. Mañana
llegarás; si yo estuviera escribiendo una novela en la que ambos
fuéramos personajes, sé con exactitud de qué manera tendría que
recibirte en la estación: adoración en la mirada; en la lengua, bromas y
una amable malicia. ¿Pero quién sabe con exactitud cómo te saludaré?
¿La Bella Dama? Bueno, esa es una idea. ¿No podría uno escribir un poema
(ligeramente desagradable, tal vez) sobre Ella?
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