Deseada, Luis Alberto de Cuenca
Era su turno.
Cuidadosamente
dobló la gabardina sobre el brazo.
Se echó el pelo
hacia atrás, y su mirada
se cruzó con la mía. Con los ojos
le
devolví la calma. Se marchaba,
pero regresaría, y todo aquello
terminaría bien. Cerró la puerta.
Yo me quedé sentado, acariciando,
tembloroso, su ropa interior verde.
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