La mersa es grande y variada, pero vaya a saber por qué ahora se le
ocurre pensar especialmente en los Cedrón, y pensar en los Cedrón
significa una tal cantidad de cosas que no sabe por dónde empezar. La
única ventaja para Lucas es que no conoce a todos los Cedrón, sino
solamente a tres, pero anda a saber si al final es una ventaja. Tiene
entendido que los hermanos se cifran en la modesta suma de seis o nueve,
en todo caso él conoce a tres y agárrate Catalina que vamos a galopar.
Estos tres Cedrón consisten en el músico Tata (que en la partida
de nacimiento se llama Juan, y de paso qué absurdo que estos documentos
se llamen partida cuando son todo lo contrario), Jorge el cineasta y
Alberto el pintor. Tratarlos por separado ya es cosa seria, pero cuando
les da por juntarse y te invitan a comer empanadas entonces son
propiamente la muerte en tres tomos.
Qué te cuento de la llegada, desde la calle se oye una especie de
fragor en uno de los pisos altos, y si te cruzas con alguno de los
vecinos parisienses les ves en la cara esa palidez cadavérica de quienes
asisten a un fenómeno que sobrepasa todos los parámetros de esa gente
estricta y amortiguada. Ninguna necesidad de averiguar en qué piso están
los Cedrón porque el ruido te guía por las escaleras hasta una de las
puertas que parece menos puerta que las otras y además da la impresión
de estar calentada al rojo por lo que pasa adentro, al punto que no
conviene llamar muy seguido porque se te carbonizan los nudillos. Claro
que en general la puerta está entornada ya que los Cedrón entran y salen
todo el tiempo y además para qué se va a cerrar una puerta cuando
permite una ventilación tan buena con la escalera.
Lo que pasa al entrar vuelve imposible toda descripción
coherente, porque apenas se franquea el umbral hay una nena que te
sujeta por las rodillas y te llena la gabardina de saliva, y al mismo
tiempo un pibe que estaba subido a la biblioteca del zaguán se te tira
al pescuezo como un kamikaze, de modo que si tuviste la peregrina idea
de allegarte con una botella de tintacho, el instantáneo resultado es un
vistoso charco en la alfombra. Esto naturalmente no preocupa a nadie,
porque en ese mismo momento aparecen desde diferentes habitaciones las
mujeres de los Cedrón, y mientras una de ellas te desenreda los nenes de
encima las otras absorben el malogrado borgoña con unos trapos que
datan probablemente del tiempo de las cruzadas. Ya a todo esto Jorge te
ha contado en detalle dos o tres novelas que tiene la intención de
llevar a la pantalla, Alberto contiene a otros dos chicos armados de
arco y flechas y lo que es peor dotados de singular puntería, y el Tata
viene de la cocina con un delantal que conoció el blanco en sus orígenes
y que lo envuelve majestuosamente de los sobacos para abajo, dándole
una sorprendente semejanza con Marco Antonio o cualquiera de los tipos
que vegetan en el Louvre o trabajan de estatuas en los parques. La gran
noticia proclamada simultáneamente por diez o doce voces es que hay
empanadas, en cuya confección intervienen la mujer del Tata y el Tata
himself, pero cuya receta ha sido considerablemente mejorada por
Alberto, quien opina que dejarlos al Tata y a su mujer solos en la
cocina sólo puede conducir a la peor de las catástrofes. En cuanto a
Jorge, que no por nada rehusa quedarse atrás en lo que venga, ya ha
producido generosas cantidades de vino y todo el mundo, una vez
resueltos estos preliminares tumultuosos, se instala en la cama, en el
suelo o donde no haya un nene llorando o haciendo pis que viene a ser lo
mismo desde alturas diferentes.
Una noche con los Cedrón y sus abnegadas señoras (pongo lo de
abnegadas porque si yo fuera mujer y además mujer de uno de los Cedrón,
hace rato que el cuchillo del pan habría puesto voluntario remate a mis
sufrimientos, pero ellas no solamente no sufren sino que son todavía
peores que los Cedrón, cosa que me regocija porque es bueno que alguien
les remache el clavo de cuando en cuando, y ellas creo que se lo
remachan todo el tiempo), una noche con los Cedrón es una especie de
resumen sudamericano que explica y justifica la estupefacta admiración
con que los europeos asisten a su música, a su literatura, a su pintura y
a su cine o teatro. Ahora que pienso en esto me acuerdo de algo que me
contaron los Quilapayún, que son unos cronopios tan enloquecidos como
los Cedrón pero todos músicos, lo que no se sabe si es mejor o peor.
Durante una gira por Alemania (la del Este pero creo que da igual a los
efectos del caso), los Quilas decidieron hacer un asado al aire libre y a
la chilena, pero para sorpresa general descubrieron que en ese país no
se puede armar un picnic en el bosque sin permiso de las autoridades. El
permiso no fue difícil, hay que reconocerlo, y tan en serio se lo
tomaron en la policía que a la hora de encender la fogata y disponer los
animalitos en sus respectivos asadores, apareció un camión del cuerpo
de bomberos, el cual cuerpo se diseminó en las adyacencias del bosque y
se pasó cinco horas cuidando de que el fuego no fuera a propagarse a los
venerables abetos wagnerianos y otros vegetales que abundan en los
bosques teutónicos. Si mi memoria fiel, varios de esos bomberos
terminaron morfando como corresponde al prestigio del gremio, y ese día
hubo una confraternización poco frecuente entre uniformados y civiles.
Es cierto que el uniforme de los bomberos es el menos hijo de puta de
todos los uniformes, y que el día en que con ayuda de millones de
Quilapayún y de Cedrones mandemos a la basura todos los uniformes
sudamericanos, sólo se salvarán los de los bomberos e incluso les
inventaremos modelos más vistosos para que los muchachos estén contentos
mientras sofocan incendios o salvan a pobres chicas ultrajadas que han
decidido tirarse al río por falta de mejor cosa.
A todo esto las empanadas disminuyen con una velocidad digna de
quienes se miran con odio feroz porque éste siete y el otro solamente
cinco y en una de esas se acaba el ir y venir de fuentes y algún
desgraciado propone un café como si eso fuera un alimento. Los que
parecen siempre menos interesados son los nenes, cuyo número seguirá
siendo un enigma para Lucas, pues apenas uno desaparece detrás de una
cama o en el pasillo, otros dos irrumpen de un armario o resbalan por el
tronco de un gomero hasta caer sentados en plena fuente de empanadas.
Estos infantes fingen cierto desprecio por tan noble producto argentino,
so pretexto de que sus respectivas madres ya los han nutrido
precavidamente media hora antes, pero a juzgar por la forma en que
desaparecen las empanadas hay que convencerse de que son un elemento
importante en el metabolismo infantil, y que si Herodes estuviera ahí
esa noche otro gallo nos cantara y Lucas en vez de doce empanadas
hubiera podido comerse diecisiete, eso sí, con los intervalos necesarios
para mandarse a bodega un par de litros de vino que como se sabe
asienta la proteína.
Por encima, por debajo y entre las empanadas cunde un clamor de
declaraciones, preguntas, protestas, carcajadas y muestras generales de
alegría y cariño, que crean una atmósfera frente a la cual un consejo de
guerra de los tehuelches o de los mapuches parecería el velorio de un
profesor de derecho de la avenida Quintana. De cuando en cuando se
escuchan golpes en el techo, en el piso y en las dos paredes medianeras,
y casi siempre es el Tata (locatario del departamento) quien informa
que se trata solamente de los vecinos, razón por la cual no hay que
preocuparse en absoluto. Que ya sea la una de la mañana no constituye un
índice agravante ni mucho menos, como tampoco que a las dos y media
bajemos de a cuatro la escalera cantando que te abrás en las paradas / con cafishos milongueros.
Ya ha habido tiempo suficiente para resolver la mayoría de los
problemas del planeta, nos hemos puesto de acuerdo para jorobar a más de
cuatro que se lo merecen y cómo, las libretitas se han llenado de
teléfonos y direcciones y citas en cafés y otros departamentos, y mañana
los Cedrón se van a dispersar porque Alberto se vuelve a Roma, el Tata
sale con su cuarteto para cantar en Poitiers, y Jorge raja vaya a saber
adonde pero siempre con el fotómetro en la mano y anda atájalo. No es
inútil agregar que Lucas regresa a su casa con la sensación de que
arriba de los hombros tiene una especie de zapallo lleno de moscardones,
Boeings 707 y varios solos superpuestos de Max Roach. Pero qué le
importa la resaca si abajo hay algo calentito que deben ser las
empanadas, y entre abajo y arriba hay otra cosa todavía más calentita,
un corazón que repite qué jodidos, qué jodidos, qué grandes jodidos, qué
irreemplazables jodidos, puta que los parió.
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