Apenas él le amalaba el
noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en
salvajes ambonios, en sústalos exasperantes. Cada vez que él procuraba
relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía
que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las
arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta
quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado
caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el
principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios,
consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se
entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa
convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio,
los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé!
¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar,
perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo
se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de
las gunfias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario