viernes, 10 de mayo de 2013

A Francisco López Merino, Jorge Luis Borges


Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.

Sólo nos queda entonces
decir el deshonor de las rosa que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz
a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
la patria que condesciende a higueras y aljibe,
la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
que la supiste de campanas, niña y graciosa,
hermana de tu aplicada letra de colegial,
y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
entonces es ligera tu muerte,
como los versos en que siempre estás esperándonos,
entonces no profanarán tu tiniebla
estas amistades que invocan.

Qué pueden saber ellos, Miguel D'Ors


Tus jefes, que te asaltan con papeles
incansables, preguntas, fotocopias,
mientras tú, la eficiente, la responsable, etcétera,
miras parapetada tras tus gafas
bifocales de abuela; la gente que te ve
salir del Corte Inglés con cuatro bolsas,
vertiginosas, a cuestas, hacia el taxi;
el taxista que estaba esperándote; todos
los que te escuchan cuando, traje sastre y cartera
de buena marca, das tus conferencias;
el butanero, el cura
que en medio de las Bienaventuranzas
te reconoce en la segunda fila;
tus padres, nuestros hijos,
                                            qué pueden saber ellos,
como sospecharían ni un instante
la que eres por las noches,
cuando los trajes de sastre, las gafas bifocales,
la cartera, las bolsas y las buenas maneras
fueron quedando desparramados por los
pasillos, el despacho, la cocina,
y, tú, colgada de mi ropa, ruges
como rugen las bestias de los documentales.